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// Posted by :Miguel Parrao // On :domingo, 29 de diciembre de 2013


UN TAL DIOMEDES

Era febrero de 1991 y una brisa fresca que traía ecos de tambores y millos refrescaba las horas de La Arenosa. Era febrero y ya se sentía el carnaval, pues era un designio de la soberana de las fiestas que durante los tres fines de semanas anteriores a La Guacherna, se engalanaran los barrios con presentaciones de los más grandes artistas, nacionales e internacionales, de los diferentes géneros musicales. Uno de esos barrios, particularmente privilegiado por su céntrica ubicación y por contar con una cancha de fútbol al aire libre que invitaba a la organización de eventos multitudinarios, era Nueva Granada.

Por aquella época de feliz e irresponsable adolescencia, me ufanaba de ser un gran conocedor de la música, amante de las sinfónicas melodías del Gran Combo de Puerto Rico, pero sobre todo de los gritos furiosos de libertad africana que el Joe Arroyo sublimaba en melodías musicales. Con aire paternal divisaba a lo lejos la devoción con que mis hermanos cuidaban sus colecciones de acetatos de unos tales Daniel Celedón, Miguel Herrera, Rafael Orozco y Diomédes Díaz. Que inocencia, pensaba, que se dedicasen a cultivar una pasión por aquellas elementales y rusticas melodías, mientras miraban con desdén aires más elaborados, más finos, menos pecuarios. Todo eso mientras casi a escondidas, aun escuchaba las canciones de Pedrito Fernández que me habían acompañado a diario en mi reciente infancia.

Aquella mañana de febrero del 91, viernes, algo extraño ocurría en las calles de mi barrio Nueva Granada, se escuchaba música en las casas, las tiendas estaban decoradas con baratijas, y vecinos que nunca se habían saludado se daban sonrientes los buenos días. Un cuadro surrealista era aquél, y Gabito hubiese podido dibujarlo embelesado en dos cuartillas. Mientras me preguntaba a que obedecía aquel mágico fenómeno, un vecino vino a explicarme la causa: En la cancha Nueva Granada, a unas tres cuadras de mi casa, se presentaría en horas de la noche el artista vallenato Diomédes Díaz.

Pasaron las horas y dejé de prestar atención al extraño fenómeno que desde la mañana mantenía a la vecindad en estado de hilaridad extrema, convencido como estaba que aquel tal Diomédes era un artista intrascendente como tantos más de aquella “corroncha” música. Me sentía indignado además por la feliz expectativa que generaba entre la gente la anunciada presentación vallenata.

Conforme empezaba a llegar la noche las calles aledañas al sitio en que el artista se presentaría, entre esas la mía, empezaban a inundarse de transeúntes sonrientes que poco a poco fueron desplazando a los vehículos y convirtiendo aquellas calles en improvisados senderos peatonales. Cuando se asomó la luna y despuntaron las estrellas, ya aquello era un caos, una romería, un maremágnum de rostros felices y coros altisonantes de melodías vallenatas, en el que se confundían conocidos y desconocidos en abrazos fraternales.

Aquella magia, aquel fervor popular que despertaba ese artista para mi desconocido, la curiosidad por conocer al autor del alegre caos que se apoderaba de un popular sector barranquillero, me llevaron a tomar la decisión de ir a la Cancha de Nueva Granada, y comprobar con mis propios ojos el porqué de lo que sucedía alrededor del tal Diomédes.

Como pude llegue a la Cancha luego de superar un par de cuadras atiborradas de personas, lentamente y con paciencia me abrí paso hasta ubicarme lo más cerca que pude de la entablado donde se presentaría el artista. Y lo más cerca fue en la mitad de la cancha, a unos cincuenta metros de una tarima en la que infinidad de bombillos deletreaban el nombre del patrocinador de la noche: Ron Blanco Especial.

Me quedé allí disfrutando la música de un par de orquestas salseras internacionales y un artista local tropical de moda en aquellos días que invitaba a bailar en “la punta el pie”.  La gente estaba alegre y disfrutaba en paz la celebración de aquel “viernes de reina”.  Todo iba excelente y no entendía yo que más podía suceder, ni cuál sería el aporte del tal Diomédes a una noche que de por sí ya parecía perfecta.

No alcanzaba a sospechar que el momento perfecto apenas se avecinaba, y que la pléyade de artistas que habían desfilado había sido apenas el abrebocas del verdadero espectáculo que se aproximaba.

“Señoras y señores” anunció la gigantesca amplificación con un eco que retumbó en cada rincón del barrio, “les vamos a pedir el favor de despejar la tarima, para la presentación del Cacique de La Junta que está próximo a hacer su arribo”.  Era el legendario Jaime Pérez Parodi, quien con su inconfundible voz despertaba a aquel gigante dormido, las miles de personas que esperaban coreando un nombre, el nombre de un ídolo: “Diomédes… Diomédes… Diomédes…”

Hasta ese momento yo aún desconocía quien era aquel hombre al que miles de voces llamaban a la tarima en un extraño ritual de devoción y cariño como nunca he vuelto a presenciar. No sabía quién era, cierto, pero si sabía que la sola mención de aquel nombre erizaba la piel.

En medio de la tarima Jaime Pérez continuaba en su trance, alimentando la mágica expectativa de un público ya incontrolable. En medio del bullicio, los coros y los gritos, se escuchó con mayor claridad la voz del presentador que anunció: “Llegaaaa… El Fuete… Juancho Rois”. En medio de un público que brincaba, sin ser invitado a ello como ahora, pude saltar con mayor fuerza para contemplar la figura ataviada de blanco que saludaba sonriente mientras paseaba su mirada sobre aquel mar de gente que lo veneraba a él y a su compañero. Era Juancho Rois, a quien luego de dilatadas investigaciones musicales, otorgué el galardón como el más grande de los acordeoneros vallenatos de la historia en mi modesto ranking particular.

Lo que siguió después fue indescriptible; cuando Jaime Pérez anunció la presencia del artista, una metafísica nube envolvió aquella escena para ratificar el carácter mágico del evento, y en medio de esa nube y rodeada de luces multicolores una figura humana con los brazos abiertos era ovacionada en medio de bullicio fantástico e irrepetible. Cuando aquella figura mítica envuelta en una neblina multicolor se llevó el micrófono a la boca y anunció: “Que dice!”, y su legendario compañero entonó con su acordeón los primeros acordes de una melodía inmortal, todo a mi alrededor se paralizó, las parejas abrazadas lloraban, hombres y mujeres de todas las edades permanecían silenciosos contemplando la distante figura que en el entarimado se sobreponía a la noche.

Cuando llegué a mi casa, cubierto de arena, descubrí que la mágica neblina que había cubierto el lugar, no era más que la arena de la cancha que la muchedumbre en trance había arrojado a los cielos, como añorando impregnarse para siempre de aquel momento mágico. Desde aquel día me apasioné por este folclor vallenato, que un tiempo fue patrimonio de la Nación Caribe, y hoy lo es de toda la humanidad. Gracias a aquel tal Diomédes descubrí esta música que amo, esta música que llena de alegría un pueblo que se auto proclama gracias a ella “El más feliz del mundo”.

Gracias Cacique, por ti somos cada día más Caribes, porque con cada verso colgado de la inmortalidad, amamos más nuestra tierra y nuestra gente.  Gracias Cacique porque cuando escucho a mi hija de cinco años cantar inspirada tus versos, entiendo que no pasarás y que a punta de puro cariño y entrega por quienes te seguimos, te ganaste un lugar en la historia, un lugar inalcanzable tanto para quienes te amaron, como para los que te aborrecieron, gratuita o justificadamente.

La magia de este folclor se resume en un nombre, que desde un veintidós de diciembre y para siempre, se distanció del género humano para reclamar su lugar en la inmortalidad y en la memoria de los pueblos: Diomedes.

Crónica Escrita por el Dr Iván Alonso.

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